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PENSANDO EN LAS VÍCTIMAS

Sobre la Justicia Transicional de Gaviria

 

CILEP

Ya hace días que ha decrecido el debate sobre la Justicia Transicional abierto por la propuesta del expresidente César Gaviria en algunas ediciones atrás del diario El Tiempo. 

 

Varias reconocidas figuras de la opinión pública, desde los medios, pronunciaron un generalizado acuerdo hacia la importancia de algunos avances que abría la propuesta hecha por un vocero fiel de las élites y del Estado. Los más famosos columnistas de Semana, por ejemplo, dedicaron algunas de sus columnas de la edición del 22 de Febrero al tema. Las opiniones iban desde la contribución para abrir las puertas hacia la reconciliación (León Valencia), pasando por la necesidad de concesiones mutuas hacia el olvido (Antonio Caballero), hasta la importancia del reconocimiento de una responsabilidad compartida (M. Jimena Duzán). Desde sectores judiciales también se han pronunciado arguyendo la pertinencia de descongestionar los miles de procesos que tienen hoy saturado el sistema judicial colombiano y que crecerían en una eventual firma de acuerdos entre las insurgencias y el Estado. Se ha hablado también de los beneficios judiciales para los no combatientes y colaboradores; de cómo la justicia transicional no va en detrimento de la justicia ordinaria y en general de un buen número de temas que le apuntan a la idea de que Gaviria dio en un buen blanco con su nuevo dardo. 

 

Son necesarias sin embargo todas las consideraciones críticas para la recepción de su propuesta. En particular, porque ésta pareciese olvidar de manera fundamental a quienes deben ser sujetos protagónicos de un proceso de justicia en un escenario de transición del conflicto armado hacia uno de disputa por otros medios: las víctimas. 

 

Un elemento central dentro de la propuesta hecha por Gaviria corresponde al avance dado hacia el reconocimiento de una culpabilidad compartida de distintos sectores de la sociedad civil respecto a las causas del conflicto. De este modo, no sería ya solamente la insurgencia la eterna y única responsable de una guerra siempre presentada por los sectores políticamente hegemónicos como una derivación de la “maldad intrínseca” del comunismo y del terrorismo, sino como la compleja consecuencia de muchas décadas social, económica, política y culturalmente contradictorias. Lo deseable aquí sería que este avance significara una puerta abierta hacia la identificación de elementos para juzgar los fundamentos reales de dichas contradicciones, esto es, una situación histórica de dominación a costa de la mayoría y en favor de una muy restringida parte de la sociedad en el ejercicio del control del Estado. Situación que además no se entiende sin el protagónico patrocinio de los intereses norteamericanos puestos sobre un territorio geopolíticamente necesario para el control continental, económicamente rentable en cuanto a su abundante y siempre disponible naturaleza, y políticamente sumiso por cuenta de una clase dirigente mediocre pero arrogante hacia adentro y pusilánime hacia afuera. 

 

Con este panorama, sería necesario entonces llevar hasta sus últimas implicaciones la afirmación de una responsabilidad compartida del conflicto. Habría que reconocer el papel central de un Estado dirigido por gobiernos en una histórica mayoría pertenecientes a las mismas familias de toda la vida y en una minoría reciente pertenecientes a los resultados más horrendos de los juegos ilegales de dichas familias. Éstas, operando de manera sucia, no previeron el momento en el cual el paramilitarismo, el uribismo y el narcotráfico, tres denominaciones de un mismo fenómeno, terminarían autónomos y volcados hacia la ejecución de los proyectos más retardatarios del país. 

 

Sería necesario además reconocer los mecanismos por los cuales el Estado colombiano aseguró el beneficio radicalmente desigual de los de siempre a través de sus fuerzas militares. Sería imperativo hablar sobre todas las décadas de persecución política represiva, de criminalización de cualquier expresión distinta a la dominante, de millones de torturas, desapariciones y masacres integradas cada una en su anonimato al vasto sentir general de una pesada memoria colectiva. También de las muchas miles de víctimas cuya única culpa fue la de nacer y vivir en zonas de fuego cruzado. Aparecerán algunos a decir que es mejor el olvido para cerrar las heridas. Olvidan ellos sin embargo a quienes siendo parte de este territorio colombiano, su vida relativamente más cómoda (seguramente urbana y de clases medias-altas) terminó por permitirles normalizar lo violento en la distancia. Olvidan también a quienes conscientemente cumplen en esta guerra la labor de cómplices y promotores del olvido. Indiferentes y cómplices no tienen mucho para olvidar, pues han vivido en un permanente olvido presente. No se trata entonces tampoco de ocultar los hechos, pues los hechos mismos han vivido ocultos por cuenta de omisiones e intereses concretos. 

 

De lo que se trata, de hecho, es de ser justos con nuestro presente y con nuestro futuro sin por ello dejar de ser políticos. Aunque las víctimas directas de esta guerra lo saben, a muchos millones de colombianas y colombianos esta historia les es increíblemente ajena. Habría que buscar la forma de dejar consignado en lo que se ha escrito de nuestra Historia que hubo en el tiempo reciente varias décadas de un trágico terrorismo de Estado aplicado sobre el pueblo tanto en el campo como en las ciudades, añorando que quienes les corresponde moverse en el futuro lo hagan con suficientes salvedades de justicia heredadas por nuestro presente. 

 

Y no siendo suficiente sería necesario, ya lo hemos dicho, recordar responsables históricamente cómplices de las acciones Estatales y paraestatales. Aun cuando en muchos casos las parroquias locales fueron puntos de protección y encuentro comunitario en zonas de batalla álgida y cruel, necesitaríamos también recordar en qué momentos la iglesia católica fue corresponsable de las acciones de guerra. Tendríamos también que recordarle las responsabilidades a un sistema judicial en función de la impunidad. 

 

Pero también sería necesario pedirle a las insurgencias que rindiesen cuentas sobre sus errores de guerra. Sobre las violaciones al Derecho Internacional Humanitario y sobre los episodios en los que planearon sus acciones sin tener en cuenta la integridad del pueblo. 

 

Y aunque todo ello sería necesario, la propuesta de Gaviria se queda corta en sus propios términos para abordar de manera profunda las necesidades de sus implicaciones. Gaviria, autor del más apresurado y nocivo reformismo neoliberal en el país, no se baja de sus elogios y justificaciones hacia la razón de Estado (de uno cooptado por borregos ilustres de la acción norteamericana) como orientación de la acción de las fuerzas militares. A Gaviria le parece que nuestra historia ha sido democráticamente afortunada al diferenciarse del resto de experiencias nacionales latinoamericanas por no tener una dictadura militar prolongada y asesina como la de muchos otros países. Evidentemente olvida que nuestra historia política como país es mucho más grave: somos herederos de dos siglos ininterrumpidos de bipartidismo oligárquico herméticamente excluyente y distante de la participación del pueblo en la política, perpetuado además – en distintos grados según el momento – a través de un muy agudo ejercicio de la violencia. Y que en el tiempo más reciente lo único capaz de quebrar esta dinámica fue la expresión más cavernaria y violenta de nuestra vida política, públicamente presentada a través de Uribe y del uribismo. 

 

A Gaviria le parece importante situar algunos elementos que dejen abierta de manera suficiente una puerta de entrada hacia la impunidad y el blindaje futuro de las responsabilidades de las fuerzas militares y de Estado en cuanto a las culpas del conflicto, aún si eso implica un par de concesiones frente al descargo de responsabilidades de las comandancias que negocian en la otra parte de la mesa. Pese a ello, él (así como el resto de su clase) está interesado en que el debate no tome demasiada fuerza hacia el esclarecimiento profundo de las causas reales – que lo implican a él, a su clase y a sus ancestros – de este conflicto. 

 

El verdadero problema reside en que, sin puntos mínimos de claridad histórica, quienes salen damnificados por cuenta de un proceso de justicia transicional apresurado son justamente quienes padecen y han padecido la guerra de manera más implacable: las víctimas. Fingir repararlas a través de beneficios únicamente materiales no sólo sería otra de muchas evidencias de lo central que es el fetiche por las mercancías para la definición de las normas de ésta sociedad, sino que sería insuficiente e irrespetuoso con los sentires de éstas. La reparación, ciertamente, debe ser también moral y eso implica estar dispuestos/as a asumir formas de consenso sobre la construcción de nuestra memoria colectiva que incluyan justamente la voz política de las víctimas. De seguro vivir en sociedad y finalizar conflictos históricos requiere de ejercicios de perdón que procuren replantear en el presente el dolor del pasado. Esto, sin embargo, no se logra con la imposición de un olvido sistemático de lo que por tanto tiempo ha costado vidas, sangre y lágrimas.

 

Contemos además con que a esta guerra le falta mucho, muchísimo por culminar. Que incluso cuando la confrontación armada entre grandes partes culmine, mientras vivamos en un mundo depredador y miserablemente desigual cuya realidad se concreta de manera muy contradictoria en la realidad de un país como el nuestro, seguirán apareciendo víctimas por doquier y seguirán apareciendo indiferentes y cómplices de la guerra. Las formas de violencia explícita que despojan y reprimen por parte del Estado y el para-Estado también van a continuar. Debemos hacer memoria no porque aquí se acabe la historia y estemos entonces próximos a unos plácidos días cargados de recuerdos e inmunes al conflicto. Bien al contrario: debemos hacerlo justamente porque tenemos por delante un muy grande y dificultoso camino por recorrer y, de seguro, lo haremos mejor recordando lo más repudiable para no repetirlo

 

2015- CILEP

 

Tejido Juvenil Nacional Transformando la Sociedad - TEJUNTAS

Congreso de los Pueblos

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