De Macondo a Estocolmo
Con contundencia escribía Gabo, hace cincuenta y pico de años, un artículo titulado: “La literatura colombiana un fraude a la nación”. En él sostenía que, hasta aquel momento, no había en Colombia ningún escritor con una obra de 'alcance universal'. Sentenciaba, sin pudor alguno, que: “Sin duda, uno de los factores de nuestro retraso literario, ha sido esa megalomanía nacional – la forma más estéril de conformismo—que nos ha echado a dormir sobre un colchón de laureles que nosotros mismos nos encargamos de inventar. Países latinoamericanos, que tienen de su propia literatura un concepto menos grandilocuente que el que tenemos nosotros de la nuestra, han alcanzado modestamente la merecida atención del público internacional. Nosotros en cambio seguimos nutriéndonos del sentimiento de superioridad que heredamos de nuestros antepasados por la versión a cinco idiomas de “María”, escrita hace 109 años y por la versión a ocho idiomas, inclusive el chino, de “La Vorágine”, escrita hace 35. Es hora de decir que es absolutamente falso que el mundo esté pendiente de nuestra literatura. El poeta español Gerardo Diego, decía alguna vez en privado: “Los colombianos no han dado un grande escritor; y lo merecían, porque han trabajado mucho”. Acaso hayamos trabajado mucho, ciertamente, pero no por el camino acertado.” Concluyendo que: “...aparte de que las modas nos han llegado tarde, parece ser que nuestros escritores han carecido de un auténtico sentido de lo nacional, que era sin duda la condición más segura para que sus obras tuvieran una proyección universal (…) En la edad de oro de la poesía colombiana, se escribieron algunos de los mejores poemas europeos del continente. Pero no se hizo literatura nacional.” Las sentencias pretendían declararle una guerra -una de verdad- no sólo a una manera de escribir en Colombia sino a una manera muy corriente de ser colombianos: esa mezcla entre lo patriotero y lo pacato, entre la pereza y la pomposidad, entre la transigencia y la crueldad. Muchos de sus personajes son retratos vivos de este raro espíritu (¡qué mejor ejemplo que Fernanda del Carpio!) y de la convivencia que, por las malas o por las buenas, estas personalidades tienen con otras: las valientes, las que ponen al descubierto algo soterrado, misterioso y vital de la existencia humana, mejor decir, de la existencia latinoamericana (¡Úrsula, el Coronel!).
Gabo fue sin duda un retratista; como él mismo decía, uno al que con mucha dificultad le pueden creer. No es verosímil que su obra sea “realista” pues ¿cómo va a ser “real” que un anciano alado y puerco caiga en un patio de gentes humildes que lo vuelven atracción turística? o ¿cómo va a ser “cierto” que entre los paisajes verdes y húmedos del Caribe -¡sabrá el diablo el nombre del caserío!- crezcan naranjos cuyos frutos tienen dentro diamantes? Tan cierto como lo fue hace unos meses la aventura de un hombre apuñalado en el corazón, quien libró una brutal pelea en la central de abastos, que fue declarado muerto y cuarenta y cinco minutos después despertó. A los pocos días, delirante, salió en todos los medios divulgando sus visiones del más allá: “en ese mundo vi una vida, una vida muy linda, hermosa: una vida de azufre. Había almas rezando a un volcán, había gente orando (…) otros brincando, ¡es algo aterrador!”[1] o tan real como el afamado científico que no contento con sus méritos (los de verdad) construyó una mancillada leyenda, la de haber llegado, él solo, a punta de un trabajo más mitológico que científico, desde Buenaventura a la NASA. La abuela desalmada que condenó a las humillaciones más horrendas a la pobre Cándida Eréndira, viajando de tierrero en tierrero, es tan real como la locura urbana en la que, desde lo más retorcido y absurdo del alma, nazis aquí nacidos, bastante más ridículos que siniestros, atacan a hombres, mujeres y jóvenes por igual. Basta verlos para creer que lo más oscuro de Macondo no sólo sucede como la triste suerte de un pueblo sino que se construye con la temeridad de la estupidez. Y eso convive, sin ambages, con juglares extraordinarios, con criaturas rehechas después de la impronta del odio, con nostálgicos de un mundo más ameno, más digno y más justo. Gabo lo sabía y si no hubiese enfermado o envejecido o si la vida fuera eterna, lo seguiría escribiendo pues el realismo mágico más que una “tendencia” fue un descubrimiento.
Saltan ahora, en todos los diarios o en boca de los políticos de turno, alabanzas o denuestos a nuestro “amado nobel”, al único de nuestra historia. Olvidan las palabras que, como agua helada, golpearon los oídos de los europeos que le entregaron el aclamado premio. En esas palabras, Gabo les recordaría el derecho de Latinoamérica a la dignidad y a sus propias riquezas. El derecho de los pueblos heridos de estas tierras a tener una personalidad y una vida libre. El derecho de no ser pisoteados por los discursos racistas y clasistas -de castas- impuestos desde los comienzos de nuestra historia como hijos de la colonización. A diferencia de Sartre, quien rechazó el premio, Gabo no podía dejar de asistir. Esta asistencia comenzó con su renuencia a usar el frac al que querían obligarle pues se trataba de un traje que, según su opinión, no correspondía a una nación sino a una clase, a esa a la que él aseguraba no pertenecer. No podía negarse a ir a Suecia, no porque le importara mucho un premio que no lo haría más famoso de lo que ya era sino porque su visita implicaba recordarle a Europa aquello a lo que ha sometido a América Latina y la manera en que lo quiere ocultar.
Hoy, muchos hipócritas y oportunistas, salen a aplaudir a Gabo cuando por ellos y por sus familias fue condenado al exilio, decretan tres días de luto queriendo simular los funerales de Mamá Grande. Los corrillos van de orilla a orilla: unos esperan que se queme en el infierno junto a Fidel, su amigo del alma, por comunista. Otros le critican su entendimiento, en varias ocasiones, con gentes ricas, presuntuosas o irrelevantes. Sea como haya sido, Gabo no escribió para defraudar a la nación. Su partida es motivo de celebración para aquellos contra los que construyó una narración de este país y de este continente. Esos dan brincos de alegría aunque sin muchos motivos pues, digan lo que digan, y a menos de que haya un incendio como el de Alejandría, la Colombia que contó Gabo ya pasó a la inmortalidad. [1]